Sin embargo, apenas se conocen los enormes costes ambientales que conlleva la ocupación. Se trata de unos costes que podrían calificarse como catastróficos, dadas sus gravísimas consecuencias, y cuya principal víctima es el pueblo palestino.
La Palestina histórica es un territorio muy pequeño, de apenas 28.000 kilómetros cuadrados. Más de un tercio es zona desértica, la tierra fértil es muy poca y el agua es un recurso realmente escaso. Sobre esta exigua franja de tierra, la colonización israelí ha impuesto desde finales del siglo XIX la lógica sionista de conseguir el máximo de terreno con la menor población autóctona.
El instrumento principal para lograr este objetivo ha sido –y continúa siendo- el traslado masivo de personas judías de todo el mundo para expulsar a la población palestina. El movimiento sionista ha instrumentalizado al colectivo judío, como denuncian muchos de sus integrantes. Aunque presentan su expansión territorial bajo la ecuación “somos mucha gente, necesitamos mucha tierra”, la realidad es la contraria: “quiero mucha tierra, traigo mucha gente”. Los principales traslados tuvieron lugar a finales del siglo XIX, en el periodo de entreguerras, en 1948 tras la partición de la Palestina histórica y en la década de los 90, con la llegada de casi un millón de personas de la Unión Soviética.
Israel ha sobrepoblado de forma irresponsable un territorio cuyas características hacen que soporte un número muy limitado de habitantes. En la actualidad, 12 millones de personas pueblan Palestina, de las cuales seis millones y medio son israelíes y cinco millones y medio son palestinas. La Comunidad Valenciana, con una extensión similar, tiene cinco millones de habitantes y ya se considera muy poblada.
El espacio para asentar a esta cantidad ingente de personas judías se ha logrado expulsando por la fuerza a la población originaria. Israel controla ya el 82% de la Palestina histórica. Cabe recordar que la adquisición de territorio mediante la fuerza esta taxativamente prohibida por la Convención de Ginebra.
Esta expulsión sistemática ha originado que la población palestina viva hacinada y con unos gravísimos problemas sanitarios, sociales y medioambientales. El ejemplo más dramático es la Franja de Gaza, en la que millón y medio de personas se agolpa en apenas 360 kilómetros cuadrados. Gaza tiene la mayor densidad de población del mundo, con más de 4.200 habitantes por kilómetro cuadrado, mientras que la densidad del Estado de Israel es de 350 habitantes por kilómetro cuadrado.
El ultradesarrollismo
Israel colonizó Palestina mediante un programa ultradesarrollista que, además, fue utilizado como arma de propaganda. En el pasado siglo XX se acuñó la marca ‘el milagro israelí’, que había convertido el desierto en un vergel. La propaganda israelí contraponía este ‘milagro’ a unos indígenas subdesarrollados y primitivos que en 20 siglos apenas habían llegado a pastorear cabras y recoger aceitunas.
En pleno 2012, con una conciencia medioambiental más extendida, cabe hacerse las siguientes preguntas: ¿Por qué el desierto tiene qué florecer? ¿Por qué hay que producir de forma intensiva cítricos, verdura y carne en el desierto? ¿A costa de qué se ha llevado a cabo este supuesto progreso? ¿Qué tiene de malo el pastoreo trashumante y el cultivo de la vid y el olivo? ¿Acaso no han demostrado los usos agrícolas y ganaderos palestinos su sostenibilidad y eficacia?
Pero estas preguntas no se hacían a finales del siglo XIX y durante los dos primeros tercios del siglo XX. El desarrollo y la industrialización extremos eran los valores en alza, tanto para el bloque capitalista como para el comunista. De hecho, Israel fue un referente para la izquierda tras la Segunda Guerra Mundial, con el kibutz como gran mito: la granja colectiva que había hecho realidad la sociedad sin clases y sin propiedad privada; todo el mundo daba según sus capacidades y recibía según sus necesidades… Y además, era eficaz. Por supuesto, se obviaba que los kibutz estaban construidos sobre tierras arrebatadas a los palestinos o compradas a grandes terratenientes absentistas, expulsando a los jornaleros y aparceros que vivían de ellas.
El valle del Hula
Para la mentalidad ultradesarrollista del sionismo, el paisaje no es algo a lo que hay que adaptarse sino domeñar, domesticar o incluso arrasar si es necesario.
Uno de los ejemplos más significativos es el Valle del Hula, en la región de la Galilea, al norte de Palestina. Era un terreno pantanoso con una fauna que incluía búfalos y jabalíes, entre otras especies. Israel desecó a finales de los años 50 casi 4.000 hectáreas para convertirlas en tierras de cultivo, destruyendo un ecosistema único. Hoy esas tierras han quedado inservibles por acumulación de turba.
La colonización de Palestina, como toda colonización, se lleva a cabo con una mentalidad etnocentrista. Los colonizadores se sienten parte de Occidente y utilizan este sentido de pertenencia de forma propagandística: son los embajadores de la modernidad, el desarrollo tecnológico y la democracia parlamentaria, en contraste con un mundo árabe que sería atrasado, bárbaro y fanático, siempre según el relato sionista.
Este etnocentrismo occidentalista se ha aplicado también a la naturaleza. Las tan publicitadas reforestaciones que ha llevado a cabo el Estado de Israel se han hecho con coníferas y otros árboles, incluidos eucaliptos, más propios de Centroeuropa que de Oriente Próximo. En muchas ocasiones se han arrasado bosques autóctonos de pino de Alepo, moral, acacio, olivo o higuera para reforestar con coníferas. El objetivo último es cambiar la fisionomía de la zona, desconectarla con su pasado y su entorno y crear algo nuevo que no sería Oriente Próximo sino Europa.
Muchas de estas reforestaciones se han hecho sobre aldeas y pueblos palestinos cuyos habitantes fueron expulsados en 1948 según un meticuloso plan de limpieza étnica, según han demostrado historiadores israelíes como Ilan Pappe o Benny Moris. Fueron expulsadas más de 750.000 personas –dos tercios de la población palestina de la zona en esa época- y se arrasaron 500 aldeas y pueblos. La reforestación en estos lugares imposibilita el derecho de retorno de los refugiados, que de esta forma no tienen casa a la que regresar ni tierras de labor que trabajar.
Occidente ayuda a consolidar esta visión etnocentrista de Israel, incluyéndolo en las competiciones deportivas europeas, en Eurovisión o en el apartado de Europa de la Agencia Internacional de Meteorología… La inclusión de Israel en el bloque de Europa en la página web de los Juegos Olímpicos de Londres 2012 no es casual.
El robo del agua
La ocupación sionista necesita gran cantidad de agua, tanto para abastecer a la sobrepoblación artificial como para la producción agrícola intensiva. El Estado de Israel se ha enfrentado al agua de forma abusiva, esquilmando los recursos hídricos, y también de forma delictiva, robando esos recursos a la población palestina ocupada.
Los territorios que Israel ha ocupado ilegalmente y después ha ido robando con la construcción de asentamientos coinciden con las fuentes de agua: los Altos del Golán, el Valle del río Jordán, el acuífero de la Montaña, que atraviesa Cisjordania de norte a sur, y el acuífero costero, que corre paralelo a la franja de Gaza.
El Estado de Israel transporta estas aguas de los territorios ocupados palestinos a sus ciudades costeras, a los asentamientos ilegales y también al desierto del Negev, convertido en un megainvernadero. El 70% del agua de Israel procede de los territorios ocupados palestinos.
El uso de esta agua es un delito a la luz del derecho internacional, puesto que la Cuarta Convención de Ginebra prohíbe a la potencia ocupante utilizar los recursos de la población ocupada.
Los territorios robados y su relación con el agua son los siguientes:
Los Altos del Golán, pertenecientes a Siria. Fueron ocupados en 1967. Es la principal zona hídrica, ya que allí están las fuentes del río Jordán: quien controla el Golán controla el agua de Palestina. A principios de los 80 Israel decretó su anexión, aduciendo motivos de seguridad. Ningún país del mundo reconoce esta anexión y varias resoluciones de Naciones Unidas exigen a Israel su retirada. Es obvio que la apropiación del Golán no está relacionada con la seguridad, sino con el agua.
Cabe reseñar que Israel es el único país del mundo que no ha definido sus fronteras, lo que le permite robar territorio e incorporarlo a su estado. El establecimiento de unos límites territoriales es una reclamación permanente de la comunidad internacional. Esta indefinición permite a Israel retorcer sarcásticamente los términos y llamar a los Territorios Ocupados –como los considera Naciones Unidas- ‘territorios en disputa’.
El control y sobrexplotación de los recursos hídricos continúa en el río Jordán, principal vía de agua de la zona. El Jordán se encuentra en una situación absolutamente catastrófica. Su sobreexplotación hace que en la actualidad transporte tan sólo el 2% de su caudal histórico, con unos 20-30 millones de metros cúbicos al año frente a los 1.300 millones de metros cúbicos que solía transportar.
El río apenas recibe aportes externos de agua. Por el contrario, tan sólo se vierten aguas fecales y retornos agrarios. La contaminación es tan alta que los tradicionales bautismos ya sólo se permiten un día al año y en una zona muy determinada. El mítico Jordán en el que se dice que Jesús fue bautizado es apenas un hilo de agua maloliente y turbia para decepción de los miles de turistas religiosos que llegan cada año.
Tras pasar por el Lago Tiberiades, que sufre los mismos problemas, y en su recorrido hacia el sur, el Jordán comienza su proceso de salinización hasta llegar al Mar Muerto. Éste también se encuentra en una situación agónica. Ha pasado de ocupar una superficie de 930 kilómetros cuadrados a 650 kilómetros cuadrados y el agua sigue bajando a razón de un metro por año. De hecho, el Mar Muerto ya se encuentra dividido en dos. A esta rápida desaparición de un ecosistema único no sólo ha contribuido la disminución del caudal del Jordán, sino también la sobrexplotación para extraer potasio, sales para productos de cosmética y barros para los numerosos balnearios de la zona.
La situación palestina
Israel controla todas las fuentes de agua de Palestina. Es decir, la población palestina no tiene acceso a su propia agua. Como en tantas otras cosas, también ha perdido su soberanía sobre el agua. Para su suministro dependen por completo de Israel, que les proporciona agua de forma escasa, deficiente y cara. Es una estrategia calculada que se aplica también en otros ámbitos y cuyo objetivo es hacer que la vida de los palestinos sea tan miserable como para que se acaben marchando.
Los palestinos consumen 60 litros de agua por persona y día. Esta media está muy lejos de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, que aconseja 100 litros por persona y día, y a una distancia estratosférica del consumo israelí, que es de 350 litros por persona y día. Además, mientras el consumo israelí es homogéneo, entre la población palestina hay sectores cuyo consumo no llega a los 35 litros por persona y día e incluso a apenas siete litros. Hay 200.000 personas palestinas que ni siquiera tienen acceso al agua corriente.
Los más damnificados son los beduinos, pastores trashumantes a quienes Israel quiere expulsar tanto del desierto del Negev como del Valle del Jordán, eliminando un modo de vida ancestral con la consecuente pérdida de diversidad cultural. El Ejército israelí prohíbe a los beduinos excavar cualquier pozo o incluso ciega pozos históricos utilizados durante siglos para el abastecimiento de personas y ganado.
Además, el suministro de agua a la población palestina es caro. Merkorot, la empresa pública israelí, vende el agua a la ciudadanía israelí, incluidos los colonos, a 1,8 shekels el litro, mientras que a los palestinos se la vende a 2,5 shekels.
Esta situación en torno al agua vulnera innumerables leyes internacionales, desde los artículos de la Convención de Ginebra que prohíben a la potencia ocupante esquilmar los recursos de la población ocupada y la obliga a garantizar su bienestar hasta el Derecho al Agua de los seres humanos, consagrado en el Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas.
La situación de la tierra
Como se ha mencionado al principio de este artículo, Israel se asienta en la actualidad sobre el 82% de la Palestina histórica. La práctica totalidad de este territorio ha sido adquirida por la fuerza, lo que constituye una flagrante violación de la legislación internacional.
En los últimos 10 años, el denominado Muro del Apartheid se ha convertido en la principal arma para consolidar el robo de la tierra. La combinación de tramos de Muro, puestos de control, asentamientos de colonos y carreteras de uso exclusivo israelí ha aislado a los grandes núcleos de población palestinos, convirtiéndolos en enormes prisiones que, de sur a norte, coincidirían con las concentraciones urbanas de Hebrón, Jericó, Belén, Ramala, Qualandia, Nablus, Tulkarem y Jenín.
El Muro se construye justo tras la última casa palestina. No deja ni 20 ó 30 metros de separación, como se puede comprobar en esas terribles imágenes que muestran ventanas que dan directamente a los bloques de hormigón. Israel se apropia así de toda la tierra que circunda las ciudades, consiguiendo con este robo un efecto muy importante: romper la conexión real y también simbólica de los palestinos con su tierra. La sociedad palestina está dejando de ser campesina, pasando a ser urbana con una población cada vez más dependiente de un sector servicios hinchado de forma artificial por las donaciones de la Unión Europea y de Estados Unidos. El vínculo con la tierra de la población urbana es más débil, por lo que será más proclive a emigrar en busca de una vida mejor.
El robo de la tierra y la desaparición de la sociedad campesina están acabando con la soberanía alimentaria palestina, cada vez más incapaz de producir sus propios alimentos y dependiente en grado extremo de la economía israelí, tanto para su alimentación como para el consumo de cualquier otro producto. La ocupación es un gran negocio para Israel, que mantiene cautivos a más de cuatro millones de consumidores. La dependencia es tal que para un hogar palestino es prácticamente imposible poner en práctica las campañas de boicot a productos israelíes.
El robo de la tierra también lo sufre el millón y medio de palestinos que vive en Israel y que posee ciudadanía israelí. El Estado israelí recorta el tamaño de los municipios habitados por palestinos y los reduce prácticamente al núcleo urbano. Las tierras circundantes pasan a formar parte de las poblaciones israelíes próximas. Israel afirma que es un asunto interno de reordenación territorial que lleva a cabo en basa a su soberanía, pero lo cierto es que esas tierras son arrebatadas a sus propietarios ancestrales.
El argumento israelí de la seguridad para justificar la construcción del Muro y el robo de tierras se tambalea ante cualquier análisis. Si fuera cierto, el Muro se construiría en torno a los asentamientos y no en las ciudades palestinas. De hecho, los asentamientos no tienen ninguna barrera para poder seguir extendiéndose. Vistas las cifras de asesinados y heridos, el continuo robo de la tierra y la sistemática vulneración de los derechos más básicos, habría que concluir que quienes realmente tienen un problema de seguridad son los palestinos.
Gaza, la mayor cárcel del mundo
La Franja de Gaza está sometida desde el año 2006 a un bloqueo por tierra, mar y aire que ha provocado una auténtica catástrofe humanitaria y también ambiental. El 80% de la población de Gaza depende de la ayuda humanitaria para su alimentación; el 70% de las familias sobrevive con menos de un dólar al día por cada uno de sus miembros; el 50% de la población activa está desempleada: es la tasa de desempleo más alta del mundo.
El Ejército de Israel lanza con regularidad ataques devastadores sobre una población inerme, sin un ejército que la proteja y que no tiene ningún lugar a donde huir. El más conocido de estos ataques es la denominada Operación Plomo Fundido, llevada a cabo entre diciembre de 2008 y enero de 2009: Israel asesinó a cerca de 1.500 personas, entre ellas más de 400 niñas y niños, hirió a otras 5.000, destruyó 20.000 edificios y arrasó la ya de por sí precaria infraestructura de la Franja.
En Gaza, la catástrofe ambiental y la humanitaria se dan la mano. El Estado de Israel ha impuesto una zona de exclusión dentro de la Franja que coincide con las tierras más fértiles, privándoles del 35% del área de cultivo; el acuífero costero está sobreexplotado y el agua, escasa, que reciben los gazatíes es de pésima calidad tanto para el consumo como para el riego; no hay tratamiento de residuos y las basuras se amontonan en las calles, se queman de forma incontrolada o se tiran al mar; las aguas costeras están absolutamente contaminadas por la basura, las aguas residuales y los vertidos de las pocas fábricas que aún operan; Israel ha prohibido a los barcos pesqueros alejarse más de tres millas de la costa, de forma que los caladeros están sobreexplotados y el poco pescado que se captura es de ínfima calidad, poco valor alimenticio y con altos índices de contaminación.
Esta es la situación que provocaba un cerco en el Imperio Romano o en la Edad Media, según las crónicas de aquellas épocas. Pero esto ocurre en 2012, en la otra orilla del Mediterráneo, a muy pocos kilómetros de la Unión Europea.
El olivo
Esta geografía del horror finaliza con los árboles y, especialmente, con el olivo, el gran símbolo palestino. De él han vivido las familias durante siglos: produce aceitunas, aceite, jabón, combustible para lámparas, leña, madera para artesanía… Muchos de ellos tienen más de 500 años.
Israel ha arrancado más de 1.700.000 árboles palestinos en la última década. La gran mayoría eran olivos. Esta destrucción ha sido llevada a cabo por el ejército o por colonos bajo la mirada impasible de los soldados. De nuevo hay que destacar que esta estrategia de deforestación no sólo busca el perjuicio económico, sino la desconexión del pueblo palestino con su tierra, su paisaje y sus símbolos ancestrales.
Los olivos son desarraigados con enormes bulldozer –fabricados por empresas occidentales expresamente para este fin- o talados y después inyectados con venenos para impedir que rebroten. Muchos de los olivos desarraigados son vendidos por el Ejército a firmas que los comercializan por todo el mundo con el cínico reclamo de ‘Ponga un olivo de Tierra Santa en su huerto’.
En los últimos años, la sociedad palestina está poniendo en marcha iniciativas centradas en el olivo como símbolo de resistencia. La organización Joint Advocacy Initiative convoca a activistas internacionales a plantar olivos en febrero y a participar en la recogida de la aceituna en octubre, protegiendo con su presencia a los campesinos del hostigamiento del ejército israelí y de los colonos. En los últimos diez años se han plantado más de 70.000 olivos a través de esta campaña.
Otra iniciativa es la llevada a cabo por los Comités Populares de Resistencia, que han lanzado una campaña para plantar un millón de árboles en los próximos años.
Son acciones de resistencia no violenta a la ocupación que convocan a la esperanza, al igual que la campaña de Boicot, Desinversiones y Sanciones contra el Estado de Israel, que desde su implementación en 2005 se ha convertido en un instrumento eficaz y legítimo en la lucha del pueblo palestino por sus derechos.
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