Caren Firouz, Reuters, 12/1/2014.- Mohamed Srur aún vive en la misma casa donde su padre y cinco de sus hermanos fueron acribillados justo a la entrada del campo de refugiados palestinos de Chatila, a las afueras de Beirut (Líbano). “Era 16 de septiembre, a las seis de la mañana, vi cómo los milicianos venían desde el estadio, eran tantos, comenzaron a disparar a la gente, se lo dije a mi padre, pero no me creyó, se quedó en casa, no pensaba que iban a matar a la gente, sino a arrestarlos”, recuerda Srur, que entonces tenía 19 años. “Aún, 32 años después, siento como si ocurriese hoy mismo”.
Los tres días de matanza perpetrada en 1982 por milicianos falangistas cristianos como venganza por el asesinato del entonces presidente libanés, Bachir Gemayel, contra los palestinos de los campos de Sabra y Chatila constituyen uno de los episodios más negros de la guerra civil libanesa (1975-1990). Calificada como “acto de genocidio” por la Asamblea General de la ONU, la muerte de entre 425 y 1.500 personas (según datos israelíes y del Comité Internacional de la Cruz Roja, respectivamente, pese a que la cifra puede alcanzar los 3.000, según otras investigaciones) perdura como la principal mancha en el expediente del fallecido ex primer ministro israelí Ariel Sharon, a quien una comisión israelí señaló como “responsable indirecto” de la masacre.
En 1983, Sharon, ministro de Defensa durante la invasión de Líbano, fue acusado por una investigación israelí de “ignorar el peligro del derramamiento de sangre y la venganza cuando aprobó la entrada de los falangistas en los campos”, lo que provocó su dimisión como ministro, pero no detuvo su carrera política. Sus tropas estaban a cargo de la vigilancia de los campos de refugiados palestinos de Beirut, donde se guarecían unos 2.000 combatientes de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Dos semanas después de que los milicianos palestinos abandonaran los campos, una columna cristiana irrumpió de noche entre las calles ahora atestadas de gente que merodea entre puestos de mercado, barberías y cafés, bajo la mirada entonces de los militares israelíes, que permitieron su acceso so pretexto de que iban a detener a “terroristas”.
“Nunca olvidaremos esta matanza”, apunta Abu Maher, de 61 años, “estuvimos rodeados [por los israelíes] durante seis o siete días, no podíamos salir”. Para los residentes de Sabra y Chatila, Sharon fue poco menos que un “asesino”, como si él mismo hubiese ordenado el ataque contra su propio enemigo. “Sharon quiso acabar con la OLP”, clama Qassem Hassam, oficial del partido palestinos Fatah en Chatila y militante de la OLP en 1982, “superamos aquella prueba, no hemos desaparecido”.
“Si no lo ha hecho la Justicia, Dios lo castigará [a Sharon]”, clama Fausi al Hasan. En 1982 no era más que un niño asustado de ocho años escondido en el sótano de su edificio, a la entrada de Chatila, junto a su madre, su hermana y otros 150 vecinos. “El segundo día mi madre le dijo a mi hermana pequeña que fuese a por leche, habíamos oído de la gente que no querían matar a mujeres y niños”, cuenta, “cuando mi hermana salió, vio a una mujer muerta en la calle, entonces huimos hacia el hospital Kaza, en Sabra, vinieron tras nosotros disparando, cuando llegamos encontré a mi padre y mi hermano llorando porque pensaban que nos habían matado”.
La memoria de Fausi navega entre imágenes de bulldozers excavando una fosa común para dejar caer dentro cientos de cadáveres, y cuerpos mutilados como el de una mujer embarazada con el vientre abierto. Se ríe, sin embargo, cuando cuenta el miedo que le cogió a su propio gato. “Cuando lo encontré en casa, pensé que iba hacia mí porque le llamaba, pero me saltó encima agresivo”, ironiza, “los perros y gatos habían empezado a comerse los cuerpos”.
“Es triste que [Sharon] haya muerto así”, dice Mohamed Srur con una calma que hace estremecerse ante el odio que esconde, “debería haber muerto a manos de niños y mujeres palestinas”. De una familia de nueve, solo sobrevivieron él, su madre, sus dos hermanas y un hermano pequeño, que pasó la noche agazapado entre los cadáveres de su padre y sus hermanos asesinados en la pared de su casa.
En 2001, la familia intentó llevar el caso a la Corte Penal Internacional. Nohad, una de las hermanas, se sumó a la denuncia contra Sharon presentada por 40 víctimas de la matanza ante un tribunal belga, que finalmente rechazó aplicar la jurisdicción universal para condenar al ex primer ministro alegando que ninguno de los denunciantes ostentaba la nacionalidad belga. “Me apena”, continúa Srur, “tenía esperanzas en el caso, pero no ocurrió nada, en el fondo sabía que nunca le castigarían”.